Eloísa hoy cumple 12.
Hace unos meses, tuve una de esas comprensiones que llegan como un rayo que ilumina tanto como asusta. La vi, y supe en tan solo un instante que había una parte de ella que ya no sería visible para mi. Su vida íntima, era cada vez más amplia, y el mundo que compartíamos cada vez más pequeño. Ella, era cada vez más ella, y menos eso que tenía que ser para ganarse mis afectos. Su mente era ahora capaz de cuestionar todo lo que antes me creía con tanto entusiasmo, y su realidad había ya traspasado esas cómodas paredes del hogar y sus cercanías que con tanto esmero había cuidado para ella. Incluso, cuando el agobio de su transformación la trajo de vuelta a la calidez del útero, pronto se dio cuenta de que no cabía, y que allí no había ya el gozo que recordaba.
Todas las palabras con las que algún día abracé a madres y padres en mi consultorio, vinieron a mi, consolando un dolor que ahora era yo quién no entendía muy bien.
Estamos adoleciendo. Eso lo sabía mi mente.
Pero ¿Qué?
La respuesta obvia: la niñez que atrás queda. Pero si soy honesta, verla a ella crecer ha sido muy placentero, y aunque reconozca la nostalgia de aquellas coletas, y sonrisas fáciles, me gusta mucho esta nueva etapa en donde su vida empieza a ser suya.
Duele. ¿Qué duele?
Duele la metamorfosis. El cambio de piel. EL cascarón que se rompe para dar vida a lo nuevo. La ropa apretada que ya no puede alojar el cuerpo que crece más rápido de lo que podemos asimilar. Duelen las memorias de esa que fui yo en esos tiempos, y la que elegí no ser para evitar precisamente, esos dolores. Duele verme asustada, incapaz de recibir eso tan grande, nuevo, poderoso e imponente que se asoma detrás de una ropa que yo jamás habría elegido, y de unos enormes ojos maquillados, resaltando lo que yo intenté contener con mis reglas.
Nos duele a ambas, romper todas las ideas que ya no sirven, y asumirnos, sin la comodidad de lo que ya se supone que sabíamos hacer después de unos años de intensa práctica. Duele verla, y saber que hay tantas cosas que no puedo evitarle. Y oírla contar todo aquello que no supe saber en su momento, cosas que su voz de ahora encuentran la fuerza para decir, porque ya puede.
Adolecemos esa transformación. Pero ahora lo hacemos con gozo. Porque ese es el regalo que Eloísa me da. El mensaje que una y otra vez me cuenta en miles de formas: La vida no puede ser estudiar y descansar infinitamente mamá. Hay muchas nuevas maneras de hacer las cosas. La mejor ropa es para llevar al colegio. Cualquier dificultad mejora con un buen estilo. Un buen postre lo arregla todo. Si uno no se siente bien, mejor se va a otra parte.
Hoy, muere esa idea que arrastraba de la adolescencia terrorífica. Hoy renuncio a dejar atrás su infancia para empezar a prepararla para la realidad adulta, en la que hay que tomarse las cosas en serio y asumir la carga de la responsabilidad. Hoy sé que estamos creando un mundo en el que la adolescencia, es ese rito iniciático en el que su ser mas esencial está ya listo para florecer sin el cobijo de su madre y su padre. Una nueva oportunidad para ser mas auténticamente ella, despojándose de muchas de las cosas que le enseñamos y ahora dejaron de ser relevantes, porque ahora está lista para que nuestras voces sean compañía y no autoridad.
Hoy, la entrego con confianza al mundo, acogiéndola en mi corazón para siempre. Dándole lo justo para que pueda seguir creciendo, sin entorpecer su libertad y soberanía.
Hoy resignifico la adolescencia, y la veo a ella, mas allá de rótulos, salir de ese capullo con todos sus colores y matices, desplegando esas alas que ella misma quiso dibujarse y habitar su cuerpo de mujer con tantas ganas de crear belleza en donde otros quieren conformarse.
Felices 12, Eloísa.
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