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Foto del escritorAna Maria Constain

El placer de la guerra

Actualizado: 4 mar 2022

Jugar Risk es una de esas actividades de alto riesgo para las relaciones. Una garantía de conflicto, incluso en el más relajado de los paseos.

En cuestión de minutos el más pacífico, puede convertirse en un temerario conquistador. Cierta oscuridad emerge y se posa sobre el tablero . Fichas se caen “accidentalmente” en momentos decisivos, miradas lascivas se cruzan de un extremo al otro de la mesa, alianzas secretas ocurren sirviendo pasabocas, lealtades se rompen con la facilidad en que se tiran los dados. La posibilidad de adueñarnos del mundo por un rato, despierta memorias enterradas y la adrenalina toma las riendas. Somos gigantes, con ejércitos que caben en nuestros pulgares y que movemos a nuestro antojo. Así mismo podemos ser borrados del territorio, en ese turno de mala suerte, o si la pasión no nos da para tanto.

Rara vez, si es que alguna, la partida puede llegar hasta el final sin lágrimas, discusiones, interrupciones abruptas, amenazas de divorcio, portazos e insultos o resentimientos silenciosos, a menos que alguien con la suficiente cordura pueda romper la hipnosis y recordar que se trata solo de un juego.


Un juego que elegimos para entretenernos. Para pasar un buen rato. Para compartir con las personas que tenemos cerca. Un juego que muchos vuelven a jugar a pesar de todo, porque esa guerra por indeseable que parezca, es placentera. Estamos dispuestos a asumir el costo, por esa sensación que da la batalla. Por eso ese juego existe, como tantos otros, en los que matar, aplastar, eliminar al enemigo es el objetivo a cumplir para saborear el dulce sabor del triunfo.


Nos encanta ganar. Estamos programados para ello. Hemos oído hasta el cansancio que sólo sobrevive el mejor y el más fuerte. Aprendemos que solo hay un primer puesto. Que el éxito no es para los perdedores. Sentimos placer al tener la razón, al recibir el premio de mérito, cuando regañan al otro y salimos invictos. Nos encantan las medallas y el reconocimiento. Hinchamos el pecho de orgullo con las victorias.

Algunos dirán que no. Yo muchas veces lo digo. Porque es verdad que siento la angustia de los perdedores como propia, y que las situaciones conflictivas me agobian. Soy de las que se tapan los ojos en las películas de guerra, y varias veces he perdido a propósito para no lidiar con la rabia de mi contrincante o el exceso de atención de pararme en el podio. Recuerdo el sufrimiento de ganar un bingo, por tener que ir a reclamar el premio en frente de todos. O la soledad que traía el primer puesto de la clase. Porque no solo nos encanta ganar, también sentimos celos y envidia. Y miedo de no pertenecer. Pero que por carácter prefiera victorias silenciosas, o secundarias, no significa que no me gusten, y aunque fácilmente pueda fingir un olvido en una partida de cartas, en otros terrenos soy implacable.

No todas las guerras son armadas. No todas son visibles, ni declaradas. Y tal vez esas guerras frías son las peores. Esas en las que nadie sabe muy bien que está participando, hasta que recibe una estocada por sorpresa.


Nos gusta la lucha. La competencia nos motiva, nos moviliza. Desde la infancia, nos jugamos todo en el patio del recreo, en el salón de clases, en el videojuego. Creemos en eso, participamos voluntariamente, lo fomentamos, la celebramos, la premiamos, la incentivamos. Es una dinámica que atraviesa todo en nuestra existencia.

Nos parece bien.


Hasta que la sangre mancha nuestra realidad. La muerte se asoma. El terror ya no existe solo en la pantalla, ni en el tablero de juego. Deja de ser una fantasía o un como sí que nos entretiene. Sube de volumen haciéndose imposible ignorar el sufrimiento de un juego que dejó de serlo y que ya es hora de que alguien tenga la cordura de parar.

¡Alguien!, suplicamos. Alguien que ponga un alto a esta locura. Que frene a estos tiranos ciegos por el poder. Que detenga a los bullies malvados. Que traiga la paz que los villanos nos roban. Que defienda a las víctimas del terror.


¿Quién, si no nosotros y nosotras? ¿Cuándo, si no ahora?


Podemos eliminar todos los juguetes bélicos, instaurar políticas de cero tolerancia a la violencia, destruir todas las armas, encarcelar a todos los malos. Nada cambiará, porque la guerra la llevamos adentro. Seguiremos creando las mismas circunstancias, jugando los mismos juegos, haciendo armas de cualquier cosa. Porque la verdad es que nos gusta. Lo cierto es que por algo las escenas más crueles tienen tantos espectadores. Los juegos de guerra son los más vendidos. Las competencias deportivas el negocio más lucrativo.

Las luchas de titanes están en todas partes. En las mesas de negocio, en las cenas familiares, en las canchas, en las fiestas, en los parques infantiles, en las camas.


La guerra existirá hasta que desaparezca de nuestra programación. Cuando un nuevo paradigma se instaure y sepamos que hay otras maneras posibles de estar en el mundo, aunque aún no las conozcamos del todo. Cuando podamos hackear el sistema, no afuera, sino adentro. Cuando cada vez que aparezca ese impulso de lucha, elijamos algo distinto conscientemente. Cuando paremos la inercia del ataque y la defensa, y renunciemos a los premios, aún sin saber si viene algo mejor. Cuando cambiemos el placer de ganar por un gozo genuino que no implique un adversario. Cuando nos motivemos a seguir nuestros anhelos, aunque nadie nos felicite. Cuando estemos listos para reconocer y luego a renunciar al placer de la guerra, con la fe que se necesita cuando no tenemos demasiadas pruebas.


Es momento de cambiar de juego. De ser capaces de estar en medio de la partida de Risk, en la mejor parte, y en ese pico alto de euforia guardar el tablero, e invitar a todos a celebrar.


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