Por estos días he recordado una escena que se repetía con frecuencia en las sesiones familiares: un niño o niña descubrían algo que les encantaba. Un gusto, un interés repentino al cual se entregaban de corazón por horas con mucha motivación. Porque sí. Así por iniciativa propia, sin ningún tipo de recompensa mas que el gozo mismo de dedicarse a algo que con espontaneidad apareció en sus vidas.
- ¿Ves?, todo lo abandona. No puede ser persistente en nada. —Se quejaba al poco tiempo algún adulto cercano.
- ¿Qué pasó?
- Le pagamos una clase para que perfeccionara la técnica. Para que fuera mejor. Para motivarle y que pueda vivir de eso. Y ya no quiere hacerlo más. Perdimos un montón de plata en material, equipos, profesor.
Fin de la motivación.
Claro.
Esos niñas y niños no quieren “vivir de eso”.
Quieren gozar su vida. Expresar su alma. Experimentarse y descubrir lo que son. Crear. Investigar. Probar cosas. Compartir eso que saben y pueden con las personas que quieren. Elaborar sus emociones, sortear sus crisis. Sentirse bien sabiendo que son buenos en algo. Entregarse al momento sin propósito alguno, sin evaluaciones, ni medidas que determinen que tan bien lo hacen, sin comparaciones que les ubiquen en una escala y les dibujen metas diarias que les muestran de inmediato lo lejos que están de alcanzar el primer lugar. No quieren ser aún parte de un mercado laboral que cuantificará su talento y les exigirá convertir esa pasión en un negocio productivo.
¿Será por eso que la raíz etimológica de negocio es - no ocio- ?
Tal vez esa escena vuelve a mí, porque yo también soy esa niña cansada de monetizar cada cosa que sé hacer o disfruto, para poder ser parte del mercado. Estoy cansada de que la abundancia se traduzca a dinero. De que el materialismo nos haga creer que solo lo que es producto o servicio tangible tiene valor. Aburrida de tener que aprender a mercadear todo para así poder vender y sostenerme económicamente, como si la economía solo se refiriera a la moneda. Hasta el &%$#@ de la creencia de que materializar es seguir acumulando cosas y cosas que luego hay que cuidar, o en su defecto vender de nuevo o tirar a la basura, - la gran pila de basura que aumenta y aumenta -
Y no, no tengo una pelea con la plata. No necesito ponerme en paz con la “energía del dinero”, ni seguir comprando fórmulas para poder producir más y tener más y ganar más, y así quizá algún día poder ser millonaria.
No quiero ser millonaria. No quiero más ceros en mi cuenta. Ni más seguidores, o más ventas, o más alumnos, o más de nada que se convierta en un indicador de éxito.
Tan solo quisiera que mis días no estén regidos por el tener que ganar dinero. Pensar en ello todo el tiempo. Invertir energía, que muchas veces no me sobra, para buscar la manera de participar en ese juego. Porque al hacerlo dejo de hacer lo que sí me gusta, y dejo de aportar el valor que si tengo por no saber como convertirlo en algo que cumpla con esas reglas del capitalismo. Porque hay muchísimas cosas que soy y que sé que no tienen valor en esa lógica y aunque se haya hecho mucho trabajo para visibilizarlo en las últimas décadas me parece que hemos caído de nuevo en la trampa de “cobrar para que sea visible el valor”.
Estoy agotada de eso. Tampoco tengo una mejor propuesta y lo digo antes de que me lo pregunten. Hago lo que puedo con el modelo que existe, pero me niego a creer que es la única forma.
Quisiera una forma que no implique entregar el poder y la libertad a quién tenga el control del dinero. Un modelo que no traduzca en deuda u obligación recibir cualquier tipo de financiación o aporte monetario. Una manera que no implique renunciar a toda una forma de vida que ha sido dominada por estas leyes. Un modo que no implique ser llamada de inmediato revolucionaria, perezosa, idealista, comunista, infantil, rebelde sin causa, antisistema, o tantas otras etiquetas que se atribuyen en automático a quién se hace preguntas. Un sistema en el que saber hacer u obtener plata tenga la misma jerarquía que tantos otros saberes.
No quiero dejar de trabajar. No quiero que todo sea gratis. No quiero ser una mantenida, al menos no el sentido más conocido de la palabra. No quiero hacer solo lo que me gusta. Ni un mundo de hedonismo y placeres infinitos.
Quiero resignificar lo que significa trabajar. Evidenciar el valor de aquello que no cotiza en bolsa. Reconocer que no todo tiene que tener un tag de precio para ser valorado. Entender que no todo puede cuantificarse, ni convertirse en algo tangible y que aunque con amor no se pueden pagar las cuentas, sin amor solo pagar las cuentas nos hace miserables.
El cuidado, el sostén emocional, los conocimientos, la sabiduría espiritual, las habilidades energéticas, las artes, las buenas intenciones, la creación del tejido social, la mano amiga, el puesto en la mesa, la solidaridad en momentos de crisis, el abrazo que recarga, la palabra justa, la mirada que calma… tantas cosas que como diría MasterCard, el dinero no puede pagar. Pero si que lo intentamos de todas maneras.
Porque ¿quién entonces paga todo eso que no puede pagarse a quienes dedican su vida a “lo intangible”?
A veces, cuando me entrego a eso que hago olvidando por un rato el pago y dejando el asunto de la productividad en pausa, puedo sentirme parte de una economía distinta. Me siento rica en muchos sentidos. Veo una red que me sostiene, y recibo una retribución por ser lo que soy y dar lo que doy más allá de esas lógicas de ingreso/egreso y los números de excel que me marean. Una retribución no siempre directa, ni obvia que puede llegar por vías insospechadas y de formas sorprendentes. A veces, sobretodo cuando me siento más cansada, tengo la urgencia de recargarme y atenderme. Me obligo a parar y a dedicarme tiempo, así el terror me visite y la culpa me agobie. A veces cuando más me saturo de todo el asunto de la monetización, mando todo al carajo. Y entonces paradójicamente es cuando siento una explosión creativa y vuelvo a recordar a los niños y sus ganas de jugar.
A veces me rindo. Quizá porque no me queda opción o por la edad, o por una lucidez que llega como relámpago, o porque algo se apiada de mí. Solo sucede. Acepto que hay cosas para las que no soy buena, y reconozco que ya no quiero esforzarme por aprender. Hago lo que puedo, con lo que tengo sin darle demasiadas vueltas y puede que ofrezca una plegaria, ya no sé ni a quién ,para que ese sostén que a veces sé garantizado se refleje en mi vida más allá de mis ideas de cómo debe verse eso.
A veces escribo. Porque me gusta. Porque hacerlo me desenreda. Porque amo las palabras y teclearlas es un placer que nadie, ni chatGPT podrá quitarme.
El valor de lo que soy y de la vida que he ido creando brilla con fuerza. El agradecimiento florece, (no como técnica mecánica) y me siento generosa y abundante aunque por ese día, solo quiera quedarme en mi cama.
En esos momentos también lanzo el deseo al vació, como esa niña que soplaba las velas del ponqué en su cumpleaños, de que ojalá viva para ver un mundo en el que no reine el dinero sino que sea tan solo un participante más de todo el entramado.
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