Más de una vez me he visto con tarjeta de crédito en mano frente a una pila de ropa en la caja de un almacén diciéndome: “yo me lo merezco”. Y de verdad lo creo. Salir feliz de la tienda, con ese subidón que dan las compras, imaginándome con mis nuevas pintas en escenarios fantasiosos. ¡Claro que me lo merezco!, “para esto trabajo”. Otra de las frases que salen en automático cuando la culpa se asoma al ver los números que brillan en cualquier caja registradora. Adiós culpa. Soy abundante. El universo me ama y me dará todo lo que quiera. Porque además ya me reconcilié con el dinero en todos esos cursos, y talleres en los que he visto mis votos de pobreza, mis contratos de lealtad con el clan, mis bloqueos con la abundancia y ese desprecio por la plata que heredé de algún familiar que algún día lo perdió todo. Ya no soy esa, la que tiene miedo al éxito. La que teme a su brillo. Ahora soy una gran mujer empoderada que puede ir feliz por los pasillos del centro comercial gastando lo que ha ganado con su propio trabajo.
Patrañas. No se me ocurre una mejor palabra para decirlo. El subidón baja. La ropa ya no me gusta tanto cuando me la veo en el espejo de mi casa. No tengo dónde guardarla y tras la primera lavada, cuando pierde su encanto de vitrina, me doy cuenta de que era para lavar a mano con jabones especiales, cosa que por supuesto no vi, o no quise ver, porque a que horas voy a ponerme a lavar a mano y cuánto va a costarme ese jabón extradelicado de prendas finas, para verme como creí que me vería. Esa mujer que he visto en tantas imágenes que se apilan en mi memoria del contenido que he engullido sin saberlo. Imágenes a las que he estado expuesta queriéndolo o no.
Ese me lo merezco tiene un sabor amargo cuando días después tengo que asumir la verdad del extracto bancario. La cabeza haciendo cuentas de todo lo que tendré que hacer como emprendedora independiente, dueña de su tiempo, para poder pagar esa cifra que crece y crece con los altísimos intereses que me permiten “merecer” tantas cosas. Pero no me puedo permitir esa mente de escasez. Si es que solo basta con visualizar lo que quiero. Imaginar la cifra de muchos ceros y se materializará porque tengo una mente millonaria. Si no lo he logrado, es porque no quiero. Quizá debería revisar mi relación con mi padre que no me permite acceder al éxito. Tal vez he sido insolente, desagradecida, arrogante. Tal vez no he hecho el curso adecuado para poder liberar al fin ese camino que me traerá monedas de oro en ríos abundantes. O tal vez necesito un asesor financiero, que coja mis pocos ahorros y los convierta en una utilidad que por arte de magia me sea consignada sin mover un dedo. A menos claro que caigan las acciones un día cualquiera, pero el que no arriesga no gana.
Me lo merezco. Merezco la casa de los sueños, el carro nuevo frente a esa casa. Merezco el alma gemela que responda a mis deseos como genio de la lámpara, y que recite frases de ensueño para darme el valor que tengo. Merezco estar en la playa con la copa elegante, el viento justo acariciándome la piel, sin mosquitos, sin gente que se atraviese en mi panorámica, sin musica estridente, (por qué no se pondrá esta gentuza sus “AirPods”?). Merezco que me atiendan. Que vengan a mi mesa a traerme la comida de lujo, en el término perfecto, que ni yo misma sé cual es, en el tiempo correcto, ni antes ni después. Que me sirvan con una sonrisa. Con palabras amables. Que se ajusten a cada uno de mis caprichos. ¿Acaso no estoy pagando para eso?
Me lo merezco. Porque para eso trabajo. Para eso me esfuerzo. Para eso hago tanto trabajo personal. Para eso invierto en mi. Para poderme cumplir mis deseos. Para darme uno que otro gusto. Para mostrarle al mundo en mis selfies que lo he logrado. Merezco ser feliz.
Qué gran mentira me vengo diciendo. Una mentira con un alto costo. Una autoexplotación que le sirve un montón al mercado. Caigo una y otra vez redondita en la exitosa campaña de publicidad: Te lo mereces. Una campaña que no hace más que reforzar el egocentrismo y el individualismo, tan propios de la época.
Claro, no voy a negar que me encanta el lujo a veces. Que estrenar es un gran placer, aunque momentáneo. No tener que mover un dedo y que todo llegue a mi, es una fantasía temporal que me permite descansar. Disfruto un montón que mis caprichos sean cumplidos y necesidades que no sabía que tenía, sean atendidas sin tener que pensar. Me gusta hacer un click y que se haga mi voluntad sin mayor esfuerzo. Me gusta que me consientan. Que me digan cosas que me suban el autoestima, así sepa que no son más que frases de un guión que busca obtener algo de mi. Claro que me gusta el buen trato y el servicio al cliente de las empresas se lucran de ello, a costa de la dignidad de muchos de sus empleados. Sostener mis caprichos y “materializaciones” tiene un impacto en mi entorno. Mi vida de lujo depende de la miseria de unos cuántos. Mi comodidad la sostiene una economía desbalanceada.
- Así es el juego- puedo seguir mintiéndome. Pero lo cierto es que ya no puedo.
Porque además creo que de merecer, merezco más algo de paz. Descanso. Tener tiempo para poder disfrutar el montón de cosas que se van acumulando. Sentarme a escribirme poesía con mis amigas solo porque sí. Dar un paseo un día cualquiera por las montañas y ríos que me rodean. Comer sin angustias, eso que cocinamos sin afanes en la cocina conversando y admitiendo que el plato se vea chorreado, y con los bordes un poco tostados si nos distrajimos contando chistes. Pasear por la playa sin tener que pagar el puesto privilegiado frente al atardecer, tomarme una cerveza en una plaza, sabiendo que las niñas andan por ahí cerca con sus amigos sin tener que vigilarlas. Jugar, volver a jugar. Juegos de niños y también de adultos, dejando que el eros sea protagonista sin divorciarse del amor.
Si acaso, merezco leer tirada en el pasto, recibiendo el sol, con todo y piquetes que luego se convierten en tema de conversación. No pasar los días esclava de todo aquello que poseo, pagando mantenimientos y limpiezas, y seguridad por supuesto, no vaya a ser me roben. Merezco tener relaciones íntimas, profundas, en las que caben las peleas y los desacuerdos sin descartarlas de inmediato porque “yo merezco algo mejor”. Merezco el buen trato, un buen trato al que se llega sintiendo el dolor de todo lo que hemos creado como humanidad en una batalla sin fin. Un buen trato que yo muchas veces no doy porque en mi creer que lo merezco todo he dejado de verme en el espejo. Merezco amor, ¿quién no lo merece?, un amor que ya tengo en mi y que no puedo encontrar en la carrera de buscarlo. Así que más que nada merezco amar. Pero no hay tiempo para ello. En el afán de pagar aquellas tarjetas de crédito me creo que todo se vale. Hay que ganar a cualquier precio.
No quiero amar al dinero. El dinero no necesita ser amado. La plata no es nada. Es un símbolo. La riqueza ya la tengo. Y no es una frase barata de falso empoderamiento. Es una verdad revelada cuando entro en lo más profundo del corazón y se caen los velos.
Merezco saber que somos parte de una red de personas con nombre. Que el cuidado y cariño están dados, que el alimento alcanza, y los abrazos sobran, y que no hay que hacer méritos para poder sobrevivir. Merezco gozo y alegría. Bailar porque sí con o sin gente. Prender el fuego y dejar que las llamas se lleven los malos pensamientos. Merezco llorar sin pudor y que la tierra absorba mis lágrimas y se acerquen los perros a reconfortarme, que los árboles que me separan de la carretera me protejan de mis fantasmas. Merezco oir mi propio sonido en el silencio. Viajar ligero, tener libertad de pluma, elegir sin presiones. Merezco calma, aunque la calma angustie tanto que se confunda con aburrimiento.
Quiero aburrirme. Aburrirme mucho de cualquier vida esclavizante. Aburrirme tanto tanto que no me queden ganas, nada de ganas, de seguirla sosteniendo. Quiero cansarme hasta que el cansancio me tumbe. Quiero rendirme y dejar de intentarlo. Entregarme al vacío de no ser nadie y no merecer entonces ya nada. Y ahí, dejar que surja la creatividad y el amor que llevo conmigo, para seguir creando la vida que de verdad merezco.
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