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Foto del escritorAna Maria Constain

Viajes

Fue uno de esos viajes que me atraviesan. Que quedan sembrados en todas partes de mi.

Uno de esos a los que tenía que decir si, aunque mi mente se inventara mil excusas y mis memorias emocionales crearan todo tipo de obstáculos.


Y las niñas, ¿Van a faltar al colegio?

Si. Por fortuna están en un colegio que sabe que la escuela es la vida.


Y ese lugar, ¿no es peligroso? ¿Justo en este clima político?

Si, el mundo puede ser un lugar muy peligroso. Pero más peligroso es vivir al margen del mundo.


¿No es mucha plata para tan poco tiempo?

Cuánta plata se me escapa del bolsillo sin darme cuenta tratando de lidiar con un calendario que poco se parece a lo que soy y quiero.


A veces, hay pasos inevitables. Un llamado intenso que no se muy bien de dónde viene me deja sin opciones. Son decisiones que no tomo yo. Al menos no la que considero que soy yo. Y esos pasos, que resultan ser gigantes saltos marcan hitos. Son un antes y un después en los que ya nada puede volver a ser igual.


Son pasos que despiertan.


En apariencia puede que no sean gran cosa a fin de cuentas. Nada demasiado excepcional si se compara con otras otras experiencias. Pero las apariencias son eso, apariencias y lo que hay en el fondo no siempre puede explicarse con lenguajes comunes.


Uno puede juzgar de falta de progreso la ausencia de modernas vías de acceso, y puede llamar pobreza, a condiciones en donde lo básico no es fácil de conseguir. Lo básico según la mirada de quién pareciera tenerlo todo. Pero ¿tenemos todo?.


¿Tenemos todo cuando en el instante que se ven amenazados en nuestras seguridades nos sentimos presos de pánico, desconectados, aislados, aterrados de la posibilidad del aburrimiento?

¿Tenemos todo cuando dependemos de tanto para garantizarnos una vida supuestamente digna y feliz?

Tenemos muchas cosas. Demasiadas. Pero no nos tenemos a nosotros mismos.


Un lugar de difícil acceso y pocas cosas, esta lleno de espíritu. Ese espíritu me penetró desde el primer instante, devolviéndome un asombro que la saturación de estímulos me roba a veces. Cuando hay menos opciones mi mente no tiene que ocuparse en tantas elecciones, y la ansiedad de lo que no se tiene se va diluyendo en el reconocimiento de todo lo que si se tiene.

Los sentidos ya no tienen que protegerse de la inundación de información y se abren de par en par. La presencia llega por si sola sin tenerla que buscar con sofisticados metodologías y esfuerzos artificiales. No hay más remedio que estar en lo que se está.

Entonces la magia se deja ver. Como si de un viaje psicodélico se tratara, todo cobra vida. Todo respira. Los colores brillantes aparecen en las piedras que antes parecían uniformes y un tanto estorbosas. La selva canta y criaturas emergen de agujeros y rincones. El mar cuenta de la impermanencia. Nada es igual ningún instante aunque algunas cosas se repitan en un ritmo natural que marca las horas sin tener que ver el reloj.

Allí me supe minúscula, frente a la fuerza de la naturaleza que no pregunta. Es lo que es en toda su magnificencia gústele a quién le guste. También me supe inmensa, recuperando el poder verdadero que se adormece y se reemplaza por el poder ficticio que hay cuándo uno cree que todo se compra. Imposible fue entonces, no darme cuenta lo inútil que es la guerra de poderes. El desgaste de una lucha que acaba con la energía necesaria para poder crear lo que a todos nos conviene.


El pescado diario lo trae la ola, a menos que quede preso en las redes de la ambición. La lluvia sacia la tierra y el sol seca el exceso, a menos que la pretensión quiera dominar el clima a su antojo. La semilla nace y da frutos. A menos que se le fuerce a ser lo que no es y entonces entre en huelga.

La gente sabe. Cada quién trae su saber. Y lo comparte gustoso a menos claro que alguien quiera robarlo y apropiárselo para su propio beneficio. Todo cuenta algo, a quién sepa escuchar. Solo los necios que insisten en ganarle al misterio, terminan aniquilados por un enemigo inventado.

Y uno es también esa gente. El foráneo que llega con los relatos de las tierras lejanas. Con una que otra novedad que empuja la evolución, si es que no entra con la arrogancia de creer que allá de donde uno viene todo es mejor.

No todo fue idílico, por supuesto. Nada lo es. Cuántos miedos emergieron, cuántos momentos de tensión al pelearse con esa ausencia de actividad programada, cuántas angustias que aparecían cuando el sol caía y aparecía la tenue luz de las velas. Cuántas imágenes catastróficas invadían la paz. Imágenes provenientes de memorias propias y ajenas de invasiones, accidentes mortales, ataques de bichos venenosos, inocencias interrumpidas por la maldad. Cuánta vulnerabilidad ante la ausencia de paredes sólidas, rejas, alarmas, guardias y comunicaciones instantáneas. Cuántas oportunidades para practicar todo eso que he entrenado en mi camino y que muestra su verdadera utilidad cuando cruzo el borde hacia lo desconocido.


En tierras ajenas, reiteré que el hogar está conmigo. El refugio en el centro de mi pecho. La calma en el latido de mi corazón. La certeza en esa voz contundente que siempre me susurra lo justo y necesario. La confianza brilla en ese momento en que todo parece imposible, pero no lo es. Lo impensable ocurre. El milagro llega. La voz, la mano, el mensaje, la risa, un otro o un algo disfrazado de nadie.


No estoy sola. No estamos solos. Jamás.

Fui testigo de nuestros hijos e hijas, vivos, radiantes, desenredando con fluidez sus conflictos internos y los propios de la convivencia, mostrándome cuánto sobramos los adultos tantas veces.

La mesa, abundante, nos reunió en conversaciones de esas que impuestas suelen ser aburridas para la infancia. Pero que cuando es la curiosidad la que las motiva mantienen los ojos despiertos y las preguntas llenan el espacio. Cuanto aprendimos espontáneamente de política, economía, geografía, historia, biología, astronomía, religión, antropología, psicología, gastronomía sin tener que llamarle así, saltando de tema en tema, fluctuando entre la ficción y la realidad, si es que acaso existe una diferencia.

El viento arrancaba palabras, de esas que se han quedado enterradas en el cuerpo y que nunca encuentran el momento para confesarse. Las olas lavaban heridas antiguas, sin mucha necesidad de elaboración. Caminatas y exploraciones hacían lo suyo, sin muchos planes, porque lo cierto es que las cosas se resuelven por si mismas cuando se pierden de vista las metas obsesivas. Lo que suele ser un problema, deja de serlo, y se convierte en una aventura, una insignia de mérito, de esas que no son fruto de la competencia, sino de ganarle a los propios fantasmas.


La vida en comunidad se hizo evidente. Sin reglas preestablecidas, sin pretensiones de perfección, sin roles asignados meticulosamente, sin planes estructurados, ni logísticas metodológicas. El momento mismo es maestro, ordena lo que tiene que ser ordenado, y trae el caos en donde se precisa el movimiento.


La nostalgia claro, llegó, cuando la lancha avisó de la partida. Una nostalgia mezclada de gozo y alegría del regreso a todo lo que multiplica su valor en la ausencia.


Fue un final, de esos que se sabe que no lo son. Porque los finales no existen.

Esa que fui, soy. Eso que vivimos no es algo que se agarra o se deja. Es parte de lo que somos. Que ha estado ahí siempre como un gran tesoro oculto que se recupera cuando tenemos el valor de emprender la travesía de los viajes aparentemente externos, pero que no hacen más que señalarnos y reflejarnos y el camino hacia adentro.


Gracias Mario, Laura, Bolivar y Carmela por abrirnos sus puertas y hacernos la invitación. Gracias Julián por la presencia contundente de quién no necesita de demasiadas palabras.

Gracias Eloísa y Matilde por ser tremendas compañeras de viaje.

Gracias Nuqui, por el llamado.




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